“Entonces Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes son para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?”. Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras…” Lucas 24, 26 -27
Creo que esta exclamación de Jesús a los discípulos de Emaús es totalmente aplicable hoy cuando hablamos de diversidad sexual. ¡Cuánto nos cuesta comprender, acoger y hacer vida la Buena Noticia de Jesús! ¡Cuánto nos cuesta reconocer – que cuando Jesús escucha en el Jordán la voz del Padre reconociéndolo como Hijo amado– nos está regalando a todos y todas el sabernos hijas e hijos muy amados!
Todos somos hijos e hijas de Dios y aquí no hay distinción, no es una verdad que pueda ser apropiada sólo por algunos, tampoco es un “premio” para los “buenos”, los “que se portan bien”, los “que piensan de un modo determinado”. ¡Es sencilla y absolutamente para todos!
Todos entramos en el Corazón traspasado de Jesús, nadie queda fuera. Es más, sabemos que su corazón permanece abierto para seguir acogiendo y abrazando a todos, de modo que nadie pueda sentirse excluido ni rechazado. Esto es algo que afirmo con fuerza y convicción porque esa fue la práctica de Jesús de Nazaret, de la cual, somos herederos y queremos ser sus continuadores.
¡Basta que leamos el Evangelio, la respuesta es clara, exigente, siempre compasiva y radical!:
Jesús fue cercano: Tuvo tiempo para todos y se adelantó a las preocupaciones de los demás: al hambre, al sufrimiento, a la enfermedad. ¿Cuánto nos adelantamos nosotros?¿cuántas barreras somos capaces de derivar para continuar su modo cercano, lleno de amor?
Su corazón fue sensible a todo: al dolor, a la amistad, al llanto. Se conmovió hasta las entrañas ante el sufrimiento de los demás, lloró la muerte del amigo, con la madre que ha perdido a su hijo único, con el amigo que lo negó... Y no sólo se conmovió ante el dolor, sino, que no lo quiere; su fuerza está en darnos vida y vida en abundancia (Jn. 10, 10).
Y quizá entre lo más relevante, su insistencia fue decirnos que las personas son lo más importante, “qué necios y torpes somos en ocasiones para comprenderlo”: no se cansa de hacerle entender a los fariseos –y a todos los que lo seguían– que aunque la ley del sábado es sagrada, más sagrado es el ser humano, la persona, desde ahí sana, libera, incorpora, da hasta su vida.
Entonces, ¿cómo no entender ese valor absoluto de la persona ante la ley? ¿Por qué entonces seguir siendo como algunos “necios y torpes”? Cuando hablamos de diversidad sexual nos referimos a personas, hombres y mujeres, hermanos nuestros, hombres y mujeres también hijos de Dios…
Personas como todos que trabajan, se alegran, tienen preocupaciones, rezan, buscan lo mejor para la sociedad, se equivocan, se enamoran, quieren formar familia, etc… Con los prejuicios e ignorancias respecto al mundo LGBTI estamos dañando a personas concretas, hermanas y hermanos nuestros. Se les exige un modo de vida que no han elegido, no se les permite enamorarse, menos, que pretendan formar una familia aludiendo que sus vidas están lejos del querer de Dios. Así se termina poniendo sobre ellos la ley, olvidando que el criterio de Jesús es el amor que hace acoger, acompañar, incorporar. Estamos hechos para el amor y para amar.
En mi camino como acompañante de la Pastoral de la Diversidad Sexual, Padis+, he podido acercarme a realidades concretas de jóvenes y adultos, hombres y mujeres, que han hecho su camino de reconocimiento de su orientación homosexual. Con ellos he crecido y comprendido más profundamente la buena noticia de Jesús, la que habla de acogida incondicional, de amor total y radical, de corazón abierto a todos y todas. He sido testigo de que la homosexualidad no pone en duda su fe ni atenta contra los valores que Dios quiere para ellos. Su orientación no se opone al deseo de compromiso y fidelidad con que quieren vivir la vida.
Como hombres y mujeres de fe tenemos la misión de visibilizar más nítidamente el mensaje de amor que Jesús nos revela en el Evangelio, de comprender de manera más aguda la radicalidad que implica la vivencia del “ágape”, el amor que se da, se entrega. Es más, creo que no se trata de darles un lugar, el “lugar” les pertenece justamente a quienes han sido excluidos, pues, si Jesús priorizó el encuentro, la acogida, la relación con aquel y aquella que fue rechazado haciéndolos “dueños” de su lugar, incorporándolos, pareciera que desde el criterio más evangélico, son ellos los que nos dan un lugar a nosotros.
La Iglesia pertenece justamente a aquellos que han sido postergados, y quienes se crean “perfectos” pidan su permiso para entrar, para ser parte… “Ellos” tendrán siempre un espacio para darnos.
Eugenia Valdés O. rscj