Viviendo y reflexionando mi camino de fe como católica lesbiana

Publicada el 13 de Diciembre del 2017

Soy lesbiana y sigo siendo una católica practicante. De hecho, dado que salí del clóset bastante tardíamente (en mis treinta y tantos) siempre me sentí más discriminada en la Iglesia por ser mujer que por ser gay. Hasta ahora he sido recibida cálida y abiertamente en mi comunidad católica y en el movimiento laico ignaciano Comunidad de Vida Cristiana (CVX). Ésta no es una historia muy común.

Mi historia personal ha estado marcada por el esconderme y, el estar fuera del clóset, ha sido la experiencia más liberadora de mi vida. Si hay un pecado que la Iglesia ha forzado sobre nosotros, como católicos homosexuales, en las décadas recientes, es impedirnos ser verdaderos, honestos, transparentes con quienes somos.

La percepción transmitida culturalmente de la postura católica sobre la homosexualidad (crecí en la década de los 80) nunca fue el mensaje de aceptación que también encuentro en la enseñanza de la Iglesia, sino más bien, fue la percepción inconsciente pero poderosa que toda vocación posible fuera de la soledad estaba vedada para los gay y las lesbianas: “no se pueden casar”, “no pueden vivir con sus parejas”, “no aceptan homosexuales en sus seminarios”, “no acogen homosexuales en sus congregaciones”. 

Así estuve aterrorizada por aquella falta de opciones. Aquello de hacer la fe cristiana, la que se basa esencialmente sobre la comunidad, era imposible. No estoy segura de haber tenido esta conciencia hace diez, quince años. Pero lo presentía y me sentía profundamente sola. A pesar del cariño de los y las demás, no pude “superar” la incomodidad que venía de no sabía dónde. Después, ya asumida, me di cuenta que efectivamente esa incomodidad no iba desaparecer hasta que reconociera mi orientación sexual homosexual. Porque ella no es algo que pudiera escoger. Está dada.

Mirando atrás, pienso: mi proceso ¿habría sido más fácil si no hubiera estado tan vinculada a la Iglesia Católica? Quizás, habría salido del clóset más fácilmente al inicio de mis veintes aprovechando la “libertad” del anonimato de la ciudad a la cual emigré del campo donde vivía. Pero, además del rechazo por el catecismo, lo que me faltó en mi entorno católico fue alguien a quien poder admirar y de quien decir: “ella luchó por respuestas en relación a estos mismos temas y tiene una historia que considerar”. Quizá existieron esas mujeres, pero como ellas no admitían ser lesbianas, no me había cruzado con nadie que hubiera podido explicarme con mayor claridad por qué me sentía tan incómodamente distinta. También hubiera sido útil contar con psicólogos que hubieran acogido realmente estas inquietudes. ¿Habría sido más o menos fácil mi aceptación no siendo católica? No lo sé y me conformo al dejar los “quizás” a Dios. 

Hay algo, sin embargo, de lo que estoy segura y que es la parte de mi historia que me sorprende una y otra vez, aún cuando suene ilógica: sin mi fe, yo tampoco habría podido ser yo misma. Básicamente, fue mi fe la que me permitió ser honesta y verdadera y fiel para y conmigo misma. Sólo puedo ser lesbiana y católica a la vez para ser yo. Ahora es posible, a pesar del mensaje todavía poco acogedor de algunas partes de la jerarquía y de la iglesia; pero al final, lo que me puedan decir será siempre solo un elemento en mi proceso de discernimiento. Me he liberado de la relevancia de los juicios oficiales y de las reglas para constituirme, y confío más y más en el mensaje del Concilio Vaticano II, del encuentro profundo con Dios en mi propia conciencia.

Con mi salida del clóset, mi fe se ha confirmado como una fe basada en la comunidad. He aprendido esto en nuestras comunidades empapadas por la Teología de la Liberación pese a todos los esfuerzos para erradicarla. He encontrado una comunidad en la cual soy acogida, consolada y desafiada. Una comunidad donde puedo soñar una Iglesia que sigue los pasos de Jesús, una Iglesia del pueblo de Dios y, a veces y por qué no, una iglesia donde puedo hablar y vivir proféticamente. 

Hay una cosa de la que nunca dudé: Dios me ama y no cometió error alguno al crearme como soy. Dios no me creó con una tendencia “intrínsecamente desordenada”. Dios me creó con una capacidad para amar y para servir a otros y otras. Mi sexualidad es tan parte de esto como lo son mi corazón y mi intelecto. Estoy llamada a vivir mi sexualidad en fidelidad, compromiso y apoyo mutuo, fecundidad, servicio a otros, así como los otros. Iré aprendiendo qué significa esto durante toda mi vida, así como cualquier otro cristiano. Intentaré compartir este amor durante mi vida, así como cualquier otra cristiana, cayendo una y otra vez, pero permitiéndole a otros y a mí misma ver un destello o a veces una fuerte luz de cómo es Dios. Mi salida del clóset ha sido confirmada por los frutos del Espíritu de Dios: paz, alegría, compartir con otros, un corazón abierto, mayor altruismo, más servicio.

Si preguntáramos a algunos su opinión sobre cómo estoy viviendo, defendiendo los derechos de las personas de la diversidad sexual, me apartarían eventualmente de todos los sacramentos excepto del bautismo el cual es irrevocable. Pero, a través de los años, he descubierto que San Pablo tenía mucha razón: la ley no nos justifica ni nos salva, pero sí lo hace el amor. Y es esto, junto con mi intuición, mi hambre y mi sed espiritual, los que me hacen sentir que los homosexuales y las lesbianas podemos continuar nuestra práctica sacramental. Aún si el catecismo tuviera la razón y nuestros amores fueran de hecho pecaminosos: Jesús comió la Última Cena con aquellos que le traicionaron... 

Ahora bien, creo que Jesús no tiene criterios distintos para mis pecados que para los pecados de cualquier heterosexual. Y creo que Jesús sí me invita a la Eucaristía. Aunque yo no tengo derecho a la Eucaristía ni, por supuesto, al perdón de Dios. Pero no es porque soy lesbiana, sino, únicamente, porque no es un derecho para nadie. Ni para aquellos que cumplen con los preceptos sobre moralidad sexual ni para aquellos que no, como tampoco para aquellos que cumplen con la moral social como los que no. La eucaristía es gracia y regalo. Recibo una invitación, una y otra vez, y tengo un profundo deseo de aceptarla. Nada de mi historia personal me da algún indicio para creer que la Iglesia tiene el derecho a quitarme esta invitación, aún si se le dio el poder para hacerlo. 

Permítanme decir algo también de mi camino como mujer gay también. Por supuesto que había grupos católicos gay a los que me podría haber unido como veinteañera. Pero no sentí que fueran “mi espacio” como mujer y, por lo tanto, su existencia no causaron mi curiosidad ni me motivaron salir del clóset. Hasta que supe de y conocí un espacio donde hombres y mujeres son acogido/as y participan. Creo que si somos bautizados como sacerdotes, reyes y profetas, yo soy bautizada como sacerdotisa, reina y profetisa y mi carisma de mujer no es útil sólo para algunos de esos tres. En ese sentido, sueño con una Iglesia que vea dones y carismas personales más que categorías. Imagínense como serían nuestras comunidades. 

Lo que vino después de salir del clóset fue un proceso consciente de sanación, de oración, de reflexión y de discusión de mi experiencia, profundizando la búsqueda de la mano de Dios en mi historia. Este proceso no habría ocurrido sin mi fe, las herramientas religiosas de la oración, del acompañamiento y de la comunidad.

Siempre me ha parecido contradictorio lo siguiente: que el seguir a Cristo signifique sanar al herido, liberar al obsesionado, acoger al excluido, sin embargo, los que nos llamamos cristianos repetimos la exclusión aún más que muchas partes de la sociedad moderna, teniendo en nuestras manos y en nuestra boca la Buena Nueva, la que sería tan potente si la pusiéramos en nuestros corazones. La sociedad secular nos está enseñando mensajes importantes. Al final, sólo hay un criterio que ha resistido toda prueba: ¿qué habría hecho Jesús en mi lugar?

La verdad es de Dios y dado que nunca podremos comprenderla en su totalidad, confío que la fila larga de aquellos que, como yo, no encajan en los parámetros de lo que algunos creen es la Verdad Católica, será exactamente el lugar de celebración del Banquete Eucarístico. Esto fue lo que nos enseñó el Hijo del Hombre hace 2 mil años cuando nos dijo que invitáramos a la gente de la calle a nuestras mesas.

Teresa

Padis+

Adaptado y traducido por Carlos Elton de: Barnes, Hazel /Taylor, Sandra (ed), And God saw that it was all very good, Esuberanza 2015. All rights reserved.